VI. El estilo de filosofar
El principio psicológico. Todo verbo o lógos supone un “yo” intencional, supone una psychée (Ψυχή): “ladchi” en zapoteco.
La concepción y parto de las ideas se realizan en la psychée, la cual, según sea el objeto formal que se considere, adoptará diversas intencionalidades: será la inteligencia, si tiene frente a sí el ser; voluntad, si es el bien su objeto; amor, a la luz de la guelagueza, etc.
Ahora bien, la forma y el ritmo por lo que se manifiesta la psychée dependen del éthos de cada pueblo, de su genio y carácter, de su idiosincracia. Según sea el éthos (xpea, xquenda), así serán la forma y el ritmo de las proyecciones intencionales al punto que la psychée sea ocupada por cierta idea. Porque tal parece que cada pueblo es absorbido por alguna idea obsesionante que es necesario vencer y superar. Y la manera de hacerlo depende precisamente de su éthos: “xpea”, “xquenda”.
Pues bien, en el modo en que el alma de cada pueblo reacciona frente a determinada idea, está la clave para discernir, no los pensamientos sino los varios estilos de filosofar.
En efecto, los estilos de filosofar se determinan por cierta idea que obsesiona, por decirlo así, a cada alma, haciéndola obrar de cierto modo, en cierta dirección e imprimiendo en sus actos cierto ritmo. En otras palabras. Según sea la idea que ocupe, en máximo grado, la atención del yo psicológico agobiándolo, así será también su manera de filosofar al reaccionar ante ella. Pongamos por caso el filosofar del pueblo griego. La idea que lo fuerza a adoptar una forma y un ritmo determinados en su filosofar es la idea de “ananke Ἀνάγκη” (necesidad) o “eimarmene Ειμαρμένη” (fatalidad). Ciertamente: ante la inexorabilidad de la ananke o eimarmene, no le queda al lógos otra cosa sino asumir una función catártica. El filosofar, consiguientemente, no tiene otro fin que el de ser un mero paliativo que prepara al espíritu a conformarse con lo inevitable: la filosofía es “una preparación para la muerte”. De análogo modo se explica el tipo de filosofar alemán. Esta vez el motivo es la idea de deber. La razón, puesta en juego por dicha idea, se manifiesta en esta ocasión como mero órgano del derecho. La filosofía se torna jurisprudencia.
Veamos ahora cuál es el estilo de filosofar del zapoteca.
Señalemos por lo pronto que es insólito. Se aparta sobremanera de los que acabamos de hablar. Su aguijón o estro es nada menos que la idea fatídica de la muerte: “guendaguti”. Tábano torturante que suelta la lengua del espíritu para refrenarla inmediatamente, no permitiéndole un filosofar continuo, ininterrumpido; sino entrecortado, a manera de algo que irrumpe de súbito, por la virulencia de la solución y por la sensibilidad vivísima característica de la psychée india: de tensa actitud como cervatillo que ventea el peligro, o señero como águila encumbrada que otea en lontananza. Alerte y vigilante, rodeado como está, de mil ojos que acechan ¿cómo va a filosofar holgada y resignadamente como el griego, o austera y fríamente como el alemán? La muerte, aunque parezca paradójico, es en él algo vivo, actual, inaplazable. Urgido en extremo, no dispone de tiempo, por decirlo así, para discernir plácida y tranquílamente, para erigir en sistema sus conocimientos o para dar cuerpo de doctrina a sus intuiciones. El verbo (lógos) lo lleva a cuestas como para moverse con mayor soltura y poder polarizar mejor sus fuerzas en la lucha trágico-sangrienta con la muerte. No, su filosofar sólo puede ser de intervalos... filosofar de relámpagos que, en la fugacidad del instante, desgarran la obscuridad; filosofar impetuoso e incontenible de trombas que se abaten o de súbitas y siniestras “culebras de agua”. Filosofar aéreo aleteante. Tal es el estilo de filosofar de los viniguláza. Su filosofía no es preparación para la muerte, tampoco es ventilación de causas. Su filosofía más bien es una lucha con la muerte, un desafío y acometividad del espíritu.
La vida, por consiguiente, no significa para ellos conformidad o mera substanciación de causas, sino conquista y creación. Significa penetrar al campo del adversario, minar sus fuerzas y obligarlo a retroceder y a soltar alguna prenda valiosa. Significa estar atento, oído en tierra, para percibir algún nuevo acorde de las esferas o para sentir más vívamente la palpitación febril del mundo-universo. Significa pugnar porque el hombre jamás lleve a cuestas los pies, sino que sea siempre tameme-de-verbo.
La filosofía, pues, es drama del tameme que llevando a cuestas al verbo (lógos) trota hacia su feliz destino: la eterna victoria sobre la muerte, o el predominio final del espíritu.