IX. GUELAGUEZA

GUELAGUEZA: vocablo abstracto ahito de sig­ni­fi­ca­ción; rico y fecundo en contenido, como joya o piedra iridiscente que volviéndola por cual­quie­ra de sus caras, aristas o ángulos, des­pi­de copiosos fulgores a cual más diversos ema­nan­do de una fuente preciosa, de un recóndito “ojo de agua”: la virtud.

Dignidad o propia estima, honor, gracia o don gra­tui­to, liberalidad, amor, caridad; ofrenda, regalo, fiesta; todo esto encierra la palabra “guelagueza”; pero sobretodo y prístinamente VIRTUD.

Lo que en el plano ontológico, lógico-dialéctico y psicológico son “guenda” (ser), “didcha” (lógos) y “ladchi” (psichée) respectivamente, así lo es también “guelagueza” en el plano práctico o de la acción: háblese de moral o derecho, de teología o religión.

Si algún valor pervive en la vida práctica de los zapotecas, ese valor es “guelagueza”: fuerza o virtud pri­ma­ria de las cosas, reserva cósmica latente, alimento y pasto de toda creación, eso es guelagueza: ímpetu generoso que rescata a las al­mas de su de­gra­da­ción; acicate y fuerza fecunda. Acicate y fuerza fe­cun­da que obra a discreción, sin aviso, sin previa citación; sino que, en la fuga de las horas, arrebata por sorpresa a los seres y, cambiando el curso de los vientos, los impele hacia su destino, los impele a componer un poema de amor, una sinfonía gloriosa y sublime: el cielo, la tierra, los mares, los elementos, todos los seres que vuelan por los aires, todos los que viven en el abismo de los oceanos, todos los que reptan y se mueven sobre la faz de la Tierra: las sierpes, los escarabajos, el cervatillo, el gato montés o el jabalí, todos (incluyendo al hombre) participan en el grandioso himno sacro: “Télayu” (el Kyrie).

En el acatamiento del Señor el hombre se re­vis­te de virtud; en su acatamiento se ennoblece y dignifica.

GUELAGUEZA es virtud, es gracia, es honra de Dios. Es ofrenda de amor más bella. Es liberal, da, comunica desinteresadamente, sin ninguna pre­ten­sión; obra por gusto, por puro amor, es­pon­tá­nea­men­te, por sobreabundancia o por desbordamiento. En esto sobrepuja a la ley, se cierne sobre el derecho. Pues el derecho sí lleva pretensión, al menos la pretensión de exigir una cosa de otro cuando éste no cumple con su obligación.

Guelagueza, en cambio, no sólo no exige, pero ni siquiera espera igual retribución. Más aún, sigue obrando el bien no obstante que en muchos casos reciba a cambio el mal.

Guelagueza es plenitud de gracia.

Si el espíritu zapoteca ha podido sobrevivir a pesar de las convulciones políticas, a pesar de las conquistas y revoluciones, ha sido ante todo a causa de la fuerza ennoblecedora de guelagueza que no recurre a la fuerza como la ley y el derecho, sino que con amor conduce a las almas hacia la perfección. Su presencia habitual en la mente zapoteca es garantía de amor y com­pren­sión, garantía de convivialidad y ayuda mutua de unos para con otros: en los pequeños o en los grandes acontecimientos, en el dolor como en la alegría, en el luto como en las fiestas, en la guerra igual que en la paz.

La guelagueza es fuente de armonía y medida de concordia. Su presencia trae paz; guerra: su au­sen­cia. Ante la aparición del mal y la injusticia, se plantea la cuestión jurídica que la po­li­cía zapoteca resuelve mediante la ley (beanazoo). Guelagueza no plantea ninguna cuestión porque es medida de concordia (beanadchihi).

Y la ley o derecho implica coercibilidad.

Cuando en su pasada grandeza los zapotecas tomaban las armas para ir a la guerra, lo hacían como cuidadanos de una pólis regida por leyes que mandan —si hay desobediencia— el uso de la fuerza, de la coacción; pero cuando los mismos enviaban presentes a su rey, no lo hacían obedeciendo un mandato u orden legal, sino sencillamente llevados del impulso amo­ro­so que se manifiesta a la luz de la guelagueza.

Guelagueza es el resplandor del ser.

Prendados de su hermosura los Vinniguenda se mueven con el páthos fogoso de los valientes o con el páthos dulce y amoroso de los que hacen el bien por el bien. Por ella el zapoteca se inspira y crea; por ella sufre y goza, por ella lucha y empeña la vida, por ella renace y vence para siempre.

Juan de Córdova, ilustre fraile de la Orden de los Predicadores aseveraba, en los inicios de la Co­lo­nia, que dicho vocablo andando los tiempos no se entendería. Qué equivocado andaba como an­du­vie­ron él y sus colegas al dictaminar en contra de Cociyobi (último sacerdote-rey za­po­te­ca y su ge­ne­ro­so benefactor) en el proceso que se le formó por una acusación de supuesta apostasía. Y fué in­jus­ta­men­te despojado de todos sus bienes. Injustamente porque ¿con qué derecho el reino de España disponía de vidas y haciendas? ¿con el derecho del más fuerte? ¿con el derecho de la fuerza y la agresión? La bar­ba­rie carece de derecho. Díganlo si nó un Fran­cis­co de Victoria, un Domingo Soto, un Bartolomé de las Casas, un Tata Vasco, campeones del derecho de gentes.

A pesar del cruel zarpazo de la Conquista, gue­la­gue­za ha pervivido en el corazón de los za­po­tecas y ha sido ella la causa de su salvación, de otra suerte ha tiempo que se hubieran extinguido.

Envuelta en su calor y suavidad, a manera de rebozo o manto celeste, la “gran partirienta” de todas las cosas, acoge en su regazo a todo aquél que responde al dulce reclamo del amor: que convierte sin humillar, que salva sin dar cauce al resentimiento; sino que convirtiendo y salvando, arrebata a los espíritus para su perpetua y justa glorificación. Pues así como, bajo su hechizo (de la guelagueza), concibió del amor y dió a luz a todas las cosas, así también, a su mágico conjuro, las atrae amorosamente hacia sí para hacerles partícipes de la eterna felicidad. Esto es lo que, desgraciadamente, muchos evangelizadores cristianos no supieron comprender ni apreciar, en aquellos fatídicos días de honda y desgarradora tragedia del pueblo zapoteca.

GUELAGUEZA!... nobleza, caridad, esperanza de las gentes de la tierra zapoteca.

Tú, que acompañaste y templaste el espíritu de Cociyobi en su hora crítica y aciaga, ¿quién iba a decir que, ocurrida la catástrofe, renacerías de tus cenizas como el Ave Fenix, para volver a ser, como antaño, el dulce símbolo de amor, de convivialidad y ayuda mutua y generosa entre la familia zapoteca?

Cupo en suerte, sin embargo, preverlo el malogrado sacerdote-rey en su agonía, cuando, en el inminente desenlace, despojado de toda vanagloria, sus ojos marchitos y apagados fueron súbitamente ilu­mi­na­dos de inefable dicha, a la par que, con temblorosos labios, musitaba su última y postrera plegaria al Creador.

Si algún valor pervive en al vida de los zapotecas, ese valor es la “guelagueza”. No podía perecer como no podían perecer los Vinnigulaza. Simplemente fueren llamados a un destino más alto: a la gestación gloriosa de México. Y para que también la guelagueza adquiriera así carta de ciudadanía en la cultura universal.

Todavía más. Esta idea es tan cara al pueblo zapoteca que los actuales oaxaqueños, con su ya reconocido instinto estético, la han cristalizado en significativos y edificantes actos: en fiestas de ofrendas y regalos, de flores y frutas, de vinos y manjares; fiestas de música y canto, fiestas de danza, de pirotecnia, de juegos y alegría; fiestas de raíz sagrada y motivos sacros: fiestas de sahumerios, de estoraque o de humos de copal; fiestas de adoración de honra y gratitud; fiestas que reafirman la convivialidad y estrechan los lazos de amistad; fiestas que constituyen páginas admirables de nuestro folklore autóctono como son: las famosas “Velas” del Istmo de Tehuantepec con sus desfiles de carretas adornadas de flores y doncellas, y las tiradas de frutas y las alegorías de máscaras y atarrayas; o “el lunes del cerro” que se celebra con toda pompa en la Antequera. No se sabe si en estas fiestas es la catolicidad dentro de la guelagueza, o es la guelagueza dentro de la catolicidad. Lo cierto es que la guelagueza encarna en los actos individuales o sociales de los actuales zapotecas: como si el espíritu de los Vinniguenda flotase en el ambiente y ejerciera su influjo benefactor.

Dicha, alegría, apoteosis del espiritu, es la vida del hombre en el ardor impetuoso de la guelagueza. Arrastrados por incontenible vehemencia, los vinnigulaza danzan..., al compás sonoro de chirimías y carapachos huecos, danzan... ¿qué es ese dejo dulce, ese dejo triste de las anhelantes notas?... martirio sin nombre que indeleblemente marcó su estigma; mas no se afloja por esto el arrebato mágico de los danzantes: templando con fuerza su mente y su espíritu, avivan más sus rítmicos pasos, y describen, con singular maestrís, sus hieráticas y misteriosas evoluciones... Es que el fuego que los alimenta e inunda es más vivo que el que los consume y resquema: fuego encendido de numen indecible que al abrasarlos, ardientemente los impele por sendas de misterios y enigmas y generosamente los colma de sorpresas y de goces y de éxtasis.


Siguiente: X. Conclusión.


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